La república del magnicidio
Cuando las tumbas duelen más en los noticieros que en los cementerios
Collage tomado de (x)
“Necesitan los muertos para justificar la guerra, necesitan la guerra para justificar su política y necesitan la política para perpetuar su impunidad”
—Frase atribuida a Jaime Garzón
Uno de cada dos días asesinan a un líder social en la patria de Bolívar, y no es por menos destacar que esta tierra es de Bolívar; el dictador fue el primero en asesinar a diestra y siniestra opositores. El decreto de guerra a muerte, el atentado septembrino, la ejecución de Manuel Piar. Cuando se exploran las raíces de la violencia en el país se ignora olímpicamente que la violencia no nació de Colombia, Colombia nació de la violencia.
No han bastado 200 años de independencia para subsanar lo acostumbrados que estamos a la muerte. Los atentados ocurren a la luz del sol y con un banquete de espectadores cuyos gritos no son capaces de detener una pelota de pólvora propulsada por un gatillo. Los inteligentes, unos 5.4 millones de colombianos que viven en el extranjero, son tan conscientes de lo imposible que es que este país cambie que han preferido el exilio en vez del suicidio. Porque en Colombia, parece, no hay tal cosa como un derecho a la libre expresión y a la vida; o te callas o te matan.
Los asesinatos políticos han sido pan de cada día desde nuestra fundación patriótica. La guerra civil, el bipartidismo y la batalla contra la droga han derramado un río Nilo de sangre. De hecho, son tan comunes que la figura de personajes en la política con padres asesinados es numerosa: Carlos Pizarro, Manuel Cepeda Vargas, Luis Carlos Galán, Rodrigo Lara Bonilla, todos asesinados, de la esfera pública y con hijos políticos. El caso más reciente de intento de magnicidio es el de Miguel Uribe, y con la mano en el corazón debo decir que siento la empatía justa para conmoverme.
Parte del compromiso democrático es saber diferenciar a las personas de sus profesiones, pero ante esta tragedia, Uribe Turbay ha sido juzgado como un mártir político a pesar del absurdo de semejante etiqueta. Sin ánimos de caer en malas impresiones, esta entrada va a defender que Miguel no representa un mártir de la política; sostendré que la empatía que debemos sentir hacia él no deviene de su papel como funcionario público, sino su calidad humana. La violencia estructural en Colombia no es una anomalía sino un rasgo constitutivo, y la empatía debe ser selectiva y crítica cuando se trata del poder.
Miguel es el heredero de una élite familiar de narcopolíticos —su abuelo, expresidente, tiene nexos con el narcotráfico según la DEA; su tío compró un predio en El Poblado junto a Pablo Escobar; su primo operó en redes narcotraficantes que enviaron coca por valores de 1.5 millones de dólares a EE.UU—, hijo por excelencia del nepotismo, encabezando las listas del Centro Democrático por enchufe y financiación. Y sí, es completamente cierto que Miguel no tiene la culpa de haber nacido en la familia que nació, tal como no la tiene nadie, pero sí es culpable de aprovechar sus nexos familiares para construir su empresa política, aún siendo consciente de que todas sus generaciones esconden estiércol debajo del tapete: si la guerra contra la droga es tan benéfica, convendría empezar a lucharla desde casa.
Quizás su culpabilidad proceda de su indolencia ante las necesidades del pueblo: cuando Dilan Cruz fue asesinado por la policía, Uribe Turbay responsabilizó al joven, afirmando que él mismo se puso en el trayecto del proyectil. Ante el caso de Rosa Elvira Cely, en lugar de exigir justicia, su Secretaría de Gobierno de Bogotá prefirió insinuar que la víctima tenía parte de culpa, al redactar en un documento que —supuestamente sin su aprobación ni conocimiento— rezaba las palabras “Si Rosa Elvira Cely no hubiera salido con los dos compañeros de estudio después de terminar sus clases en horas de la noche, hoy no estuviéramos lamentando su muerte”. Aunque deba ser nombrado que, acordemente, Miguel se disculpó.
Pero ocurre que Miguel no representa al pueblo por más que ocupe una silla política: sentencias tales como que la clase media gana entre 20 y 60 millones y que hay que despertarse a las 4 de la mañana para salir a trabajar —aunque él trabaje a las 9— dan fe de su desconexión. Pues bien, Miguel no representa los intereses del pueblo, sino los de una aristocracia política desconectada de la discusión, que no sabe cuánto gana la gente, que justifica la muerte de un estudiante, que aprovechó sus influencias para demostrarle a Colombia —una vez más— que la meritocracia es un mito histórico. Allí el porqué no me parece un mártir. Si comparamos la paralización nacional que hubo ante el asesinato de figuras como Gaitán y Galán frente a la de Miguel Uribe, la lástima se ha sentido por motivaciones distintas. Mientras Jorge Eliécer y Luis Carlos representaban una fuerza ciudadana que resonaba por su voz de cambio, Turbay representa el sistema en sí mismo; las acciones de su abuelo, de hecho, contribuyeron a la muerte de Galán, al permitir la expansión de los tentáculos del cartel.
Mientras el atentado contra un político de linaje acapara portadas, el asesinato de un líder social apenas recibe una nota breve en la sección de sucesos. Es más, mientras usted lee este artículo ya van 12 atentados terroristas en el pacífico. ¿Y la respuesta? Seguimos esperándola. Pero aquí hay una provisional: todos los animales son iguales, pero algunos más iguales que otros.
La empatía que siento por Miguel Uribe es exclusivamente principiada por su calidad humana, más no política. Me disgusta la idea de una mujer sin marido, un hijo sin padre, un país sin voz: pero dentro de los lineamientos que rigen la moral humana, creo firmemente que sería incoherente sentir empatía por un político que nunca sintió empatía por nadie que no compartiera su clase, ideología o sangre. La empatía es un contrato recíproco: si mañana cualquiera fuera asesinado en una protesta, es claro que él no esbozaría humildad. La única forma de sentir empatía por Miguel Uribe es si se lo observa como padre y esposo, pero de ninguna forma como servidor público. Y este es el quid de la situación: la muerte arrasa, antes de cualquier otro factor, con la humanidad. Por eso mismo, aunque me parezca un mal político, debo conceder que se lo juzgue por hombre, por padre, por esposo, antes que por funcionario, así sea por principio de caridad. Y creo fielmente que esa es la única manera justa de proceder, pues enaltecer su figura —a la luz de los hechos aquí expuestos— sería inapropiado. Porque la única forma para que Colombia crezca como país es que aprenda a ser más humilde que quienes dicen representarla, y consiga ser más pacífica que quienes quieren desestabilizarla.
La Colombia que mata por pensar distinto no puede llamarse república. Y la Colombia que llora a unos y olvida a otros no puede llamarse justa. Hasta que no haya duelo sin apellidos y justicia sin privilegios, este país seguirá gobernado por fantasmas.
Interesante 😃. Lo incluimos en el diario 📰 de Substack en español?