Desde las precoces quejas infantiles, la primera resolución entregada a nuestros oídos ha rezado: “Mira a los niños de la guajira”, o del África, o de Gaza. El objetivo del señalamiento radica en que nuestras incomodidades son una nimiedad a comparación de la pérdida de una extremidad, el deceso por inanición o la muerte de nuestros seres queridos. Así, debemos dar las gracias por haber nacido en las condiciones materiales en que nacimos e ignorar nuestros malestares propios, toda vez que, así como los de los gazatíes, africanos y guajiros, son condiciones de parto: no elegimos nacer rizados como no elegimos ser pobres, o como no elegimos nuestra familia, nuestros rasgos, nuestro entorno: esencialmente, el nacimiento ha sido el punto de inflexión más determinante de nuestro futuro y permitirá la presencia o ausencia de las felicidades y catástrofes que enfrentemos.
De esta forma, la belleza de vivir con aire acondicionado las 24/7, Rappi a la mano, una pantalla plana y el último iPhone no está en tener esas cosas per se: está en no vivir la miseria. Todo aquello que nos aleje de los guajiros, los gazatíes o africanos nos provoca paz —y, muchas veces, placer—. Ello no debe causarle pena a nadie: está bien que lo contrario a la destrucción nos entregue felicidad; de no ser así, la humanidad habría desaparecido hace milenios por autoinmolación. Lo que sí nos debe incomodar es encontrar consuelo en el dolor ajeno. Si debemos aspirar a alejarnos de la miseria, ¿por qué nos haría sentir mejor que haya personas más miserables que nosotros? El hecho de que el resto sufran peores penurias no hace la tragedia propia menos grave: es más, la agrava. Si uno sufre y el otro más, no es que el primero esté bien: es que el conjunto está mal. La aspiración no debe ser lamerse las heridas con el desequilibrio exterior, sino hacer lo posible por alejarse todavía más de ese destino fatídico, y ayudar al resto en el camino.
Si ese debe ser el principio regidor, ¿qué nos detiene de lograrlo?
He ahí el dilema: existen condiciones humanas inalterables. No se le puede pedir a un deforme que compita con un modelo encontrando pareja; a un retrasado con un prodigio resolviendo una ecuación; a un pobre con un millonario armando una empresa, la lista sigue. Por más que hayan cirugías faciales y milagros económicos, ¿no se nota acaso que se trata de un nuevo rico y que la nariz es operada? Es posible maquillar —y éste es el concepto clave, maquillar— las condiciones en las que nacimos, pero es imposible borrarlas. Son marcas tan tangibles como una cicatriz de parto. Nuestro origen es lo más determinante de nuestro futuro. La mayoría de todas las emociones que experimentaremos en nuestra vida deben su existencia a nuestra genética y entorno familiar, añadiendo que lo segundo se da con base a lo primero. Así, una sola base de aminoácidos puede ser la diferencia entre caer en adicciones o volverse millonario, una sola base de aminoácidos tiene el poder de hacernos débiles y repulsivos o fortachones y atractivos. La inteligencia se correlaciona con los ingresos monetarios, y la inteligencia es, en su mayoría, genética: así pues, hasta lo que ganes viene dado desde tu parto. Es indiscutible que hay una importante implicancia de los factores culturales y sociales en la formación de la personalidad, pero la genética antecede a estos factores y los recibe de una u otra forma dependiendo del código con que fuéramos redactados. Siendo generosos, incluso si las condiciones ambientales fueran más vitales que las genéticas, aún así éstas son de parto y no son de fácil cambio: vaticinan el mismo futuro trágico —o milagroso— que las condiciones genéticas. Por supuesto, existen excepciones: personas que superan todas las barreras. Pero son eso: excepciones, no la norma. Y entre ser el ganador de la lotería o nacer en el continente africano, estás más cerca de lo segundo que de lo primero.
Esta certeza —que no elegimos nuestra cuna, nuestro cuerpo ni nuestras capacidades— no es nueva. Filósofos como John Rawls y Thomas Nagel ya lo advirtieron desde otros ángulos: Rawls propone que una sociedad justa debe diseñarse desde una posición hipotética donde nadie sabe qué lugar ocupará en ella (su clase social, inteligencia, género, etc.). A esto lo llama el “velo de la ignorancia”. Su punto es que no merecemos ni nuestros talentos ni nuestra posición social, pues son fruto del azar del nacimiento.
“The natural distribution is neither just nor unjust; nor is it unjust that persons are born into society at some particular position. These are simply natural facts. What is just and unjust is the way that institutions deal with these facts.”
— Rawls, A Theory of Justice
Nagel, por su parte, bautizó este fenómeno como “lotería moral”: una injusticia estructural en la que la mayoría de nuestros talentos, debilidades y logros no son más que el producto de una genética y un contexto asignados arbitrariamente al nacer. ¿Cómo hablar entonces de igualdad de oportunidades si ni siquiera partimos del mismo lugar?
“What we do depends on what we are like, but what we are like is itself largely a matter of luck.”
— Nagel, Moral Luck, en Mortal Questions
Siendo así, el sufrimiento de un niño iraní mismo valga que el de un infante sueco: ni el sueco quiso ser sueco ni el iraní, iraní. El nobel de economía Amartya Sen propone que la justicia no está en garantizar la distribución equitativa de los bienes o talentos que son de por sí aleatorios —como insiste Rawls—, sino permitir que todos tengamos la capacidad real de elegir entre distintas formas de vida valiosas. El quid no se encuentra en lo que tienes, sino en lo que puedes hacer con lo que tienes. No se trata de dónde hayas nacido sino garantizar que a pesar de tu situación de parto tengas la misma oportunidad que el resto de hacer y ser.
“What people can positively achieve is influenced by economic opportunities, political liberties, social powers, and the enabling conditions of good health, basic education, and the encouragement and cultivation of initiatives. The freedoms that we have reason to value are contingent on personal and social circumstances.”
— Amartya Sen, Development as Freedom
En su obra The Tyranny of Merit: What’s Become of the Common Good? (2020), Michael Sandel destruye la idea de que las personas merecen la posición social que ocupan por su talento, esfuerzo o mérito. La meritocracia no solamente es injusta, sino también humillantemente falsa; parte de ignorar la influencia del azar, la herencia social, y las condiciones del nacimiento. La propuesta de Sandel es la ética de la humildad: si entendemos que nuestros logros están profundamente condicionados por elementos que no controlamos, es más fácil sentir empatía con los que no tuvieron la misma suerte. De lo contrario, como advierte Sandel, se genera una “arrogancia meritocrática” que justifica el desprecio hacia quienes no alcanzan el éxito. O lo que que popularmente conocemos como escupir hacia abajo.
Entonces, ¿todo está perdido?
No. Pero necesitarás muchísima comprensión y, en especial, aceptación hacia tu origen antes de siquiera contemplar cambiar tu destino de vida. No se puede desear la belleza sin reconocer la fealdad. Nunca serás como aquellos que nacieron en cuna de oro, pero puedes hacer todo lo que esté a tu disposición para vivir una vida que te merezcas. La mejor parte de estar vivo es la capacidad de autodeterminarnos. El primer paso es reconocerlo: estamos más cerca de un guajiro que de Jeff Bezos. Pero alégrate, si lees esto seguramente no vivas en Gaza y ¡claro! eso es un consuelo, recordémoslo, qué más da que tu cáncer no tenga cura.
Muy interesante 😃. Lo incluimos en el diario 📰 de Substack en español?